Se propone en las páginas que siguen, a título estrictamente experimental y desde una clara conciencia de lo desmedido del empeño, un recorrido por algunos de los hitos centrales del desmoronamiento tardomoderno del gran programa del humanismo clásico. O, si se prefiere, del «clasicismo», si como tal se entiende no una época, ni un estilo, ni siquiera ese «gran estilo» cuya acta de defunción certificó, con la mirada puesta en su tiempo, Nietzsche, sino un haz de validez transhistórica de empeños, de supuestos, de certezas capaces de asegurar el cemento que cohesiona a una sociedad. De aspiraciones vividas como realizables, por ejemplo —o sobre todo—, a una palabra plena, capaz de alentar la ilusión y el proyecto de «crear mundos» en el que el nuestro sea potenciado y esencializado. De aspiraciones a una palabra dotada de valor y transparencia, dotada de fuerza sacralizadora y vertebradora de significados, asumible como un medio idóneo para la creación de una obra de arte «total», en el sentido, por ejemplo, en el que Goethe creyó posible componer con su Fausto una «ópera totalizadora», fruto de una tensión aún no resoluble entre el yo y el espíritu de la época. A una palabra hecha carne en esa gran obra en la que la diversidad de lo real pudiera quedar modélicamente ensamblada, esto es, del modo más equilibrado e integrador posible, en una unidad artística, expresión sensible de la unidad cósmica (algo distinto del «clasicismo» de Winckelmann, por ejemplo). Y con ello, de aspirar a integrar la belleza en un espacio de jerarquía y transparencia, vivificado por el espíritu de la distancia y del equilibrio, por el ennoblecimiento de lo inferior, en suma, como el propio afán de transgresión, caracterizaría a los herederos, en clave ya romántica, del espíritu goethiano.
Pero también la fe en el progreso natural y moral de la humanidad en un marco de reconciliación definitiva del hombre con la naturaleza. Y con su (propia) naturaleza. De un modelo de vida ajeno aún a las escisiones que desgarrarían la Modernidad en su consumación histórica, de un concepto normativo del ser humano. Piezas devoradas, todas ellas y muchas otras que podrían haberse aducido, por un vasto proceso de desintegración (¿definitiva?) del individuo y del vínculo social. De «desencantamiento, por utilizar el término canónico.
En el marco de este complejo y pluridimensional proceso, en algunos casos se acentuará —en la estela de Hölderlin y, en cierto modo, de Spengler y Heidegger—, con singular fuerza elegíaca, la sensación de quiebra ontológica, de profanación de lo humano-eminente a efectos de la huida de los dioses y de la violación de la inocencia originaria. En otros, de desvalorización —o desustancialización— de los valores supremos y, en consecuencia, de la universalización progresiva de una visión del mundo a cuya luz este no es, ni puede ser, otra cosa que un conjunto de hechos que en sí mismos, como bien razonó Wittgenstein, carecen de toda base normativa. Sin olvidar, claro está, a quienes han llevado a lucidez extrema las consecuencias, en la Modernidad tardía, de la ruptura del pacto sagrado entre palabra y cosa, de la quiebra —a pesar de excepciones, como las representadas por Resenzweig y cierto Benjamín— de la identificación teológica y mística entre lenguaje y mundo, del divorcio ontológico entre significado y significante, lejos de toda concesión al referente, con el subsiguiente reconocimiento de que el lenguaje, dotado de poderes autónomos, es un movimiento arbitrario, y el significado, una mera convención. ¿A caso no dejó bien claro Mallarmé que la palabra «rosa» solo nombraba la ausencia de una flor? Una constatación en cuya cuenta habría que cargar también la creciente conciencia de la imposibilidad de seguir invocando la vieja armonía —la «noble sencillez y grandeza serena» de Goethe —y la inteligibilidad orgánica. Pero también la de la desintegración del viejo primado de la totalidad sobre el fragmento. Y con ella, la del sueño de una «cartografía» integral capaz de alzarse, en aras de una visión global, sobre la percepción del carácter fracturado y aleatorio de la experiencia humana. Una percepción capaz de erguirse como instancia insuperable, que haría sospechosas las (viejas) construcciones integrales y sistemáticas. Como quedaría también desvalorizada la creencia en un sujeto pleno, autodirigido y reflexivo, llamado a vivir un proceso de desmembramiento y destrucción que haría de él una simple «x» sometida a fuerzas ajenas, imprevistas y … lo que es peor— opacas.
Nuestro recorrido por algunas de las formas de subjetivación individual, social y cultural, aquí concebidas como unidades complejas, que han ido tomando cuerpo en la última fase de un proceso histórico objetivo vivido como matriz de una tradición que no podemos menos de asumir y de una herencia que, a la vez, no podemos ya heredar sin más, comienza con Goethe. Con el gran cultivador del arte de vivir y de la cultura como forma de vida. Y cavando algo más hondo, con su aspiración, tan característica del legado clásico y renacentista, a llevar lo humano que latía en él, como late en cualquiera de nosotros, a plenitud. Y termina con Kafka y Beckett, con quienes ese ideal y la imagen de lo humano unida a él llegan a inapelable agotamiento.
Pero también la fe en el progreso natural y moral de la humanidad en un marco de reconciliación definitiva del hombre con la naturaleza. Y con su (propia) naturaleza. De un modelo de vida ajeno aún a las escisiones que desgarrarían la Modernidad en su consumación histórica, de un concepto normativo del ser humano. Piezas devoradas, todas ellas y muchas otras que podrían haberse aducido, por un vasto proceso de desintegración (¿definitiva?) del individuo y del vínculo social. De «desencantamiento, por utilizar el término canónico.
En el marco de este complejo y pluridimensional proceso, en algunos casos se acentuará —en la estela de Hölderlin y, en cierto modo, de Spengler y Heidegger—, con singular fuerza elegíaca, la sensación de quiebra ontológica, de profanación de lo humano-eminente a efectos de la huida de los dioses y de la violación de la inocencia originaria. En otros, de desvalorización —o desustancialización— de los valores supremos y, en consecuencia, de la universalización progresiva de una visión del mundo a cuya luz este no es, ni puede ser, otra cosa que un conjunto de hechos que en sí mismos, como bien razonó Wittgenstein, carecen de toda base normativa. Sin olvidar, claro está, a quienes han llevado a lucidez extrema las consecuencias, en la Modernidad tardía, de la ruptura del pacto sagrado entre palabra y cosa, de la quiebra —a pesar de excepciones, como las representadas por Resenzweig y cierto Benjamín— de la identificación teológica y mística entre lenguaje y mundo, del divorcio ontológico entre significado y significante, lejos de toda concesión al referente, con el subsiguiente reconocimiento de que el lenguaje, dotado de poderes autónomos, es un movimiento arbitrario, y el significado, una mera convención. ¿A caso no dejó bien claro Mallarmé que la palabra «rosa» solo nombraba la ausencia de una flor? Una constatación en cuya cuenta habría que cargar también la creciente conciencia de la imposibilidad de seguir invocando la vieja armonía —la «noble sencillez y grandeza serena» de Goethe —y la inteligibilidad orgánica. Pero también la de la desintegración del viejo primado de la totalidad sobre el fragmento. Y con ella, la del sueño de una «cartografía» integral capaz de alzarse, en aras de una visión global, sobre la percepción del carácter fracturado y aleatorio de la experiencia humana. Una percepción capaz de erguirse como instancia insuperable, que haría sospechosas las (viejas) construcciones integrales y sistemáticas. Como quedaría también desvalorizada la creencia en un sujeto pleno, autodirigido y reflexivo, llamado a vivir un proceso de desmembramiento y destrucción que haría de él una simple «x» sometida a fuerzas ajenas, imprevistas y … lo que es peor— opacas.
Nuestro recorrido por algunas de las formas de subjetivación individual, social y cultural, aquí concebidas como unidades complejas, que han ido tomando cuerpo en la última fase de un proceso histórico objetivo vivido como matriz de una tradición que no podemos menos de asumir y de una herencia que, a la vez, no podemos ya heredar sin más, comienza con Goethe. Con el gran cultivador del arte de vivir y de la cultura como forma de vida. Y cavando algo más hondo, con su aspiración, tan característica del legado clásico y renacentista, a llevar lo humano que latía en él, como late en cualquiera de nosotros, a plenitud. Y termina con Kafka y Beckett, con quienes ese ideal y la imagen de lo humano unida a él llegan a inapelable agotamiento.
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Cuando hablamos de moral hablamos, pues, de los modos, históricamente condicionados y, en consecuencia, cambiantes, en que las comunidades humanas valoran, jerarquizan y disciplinan los instintos, de modo que, finalmente, no es tampoco la «voz de Dios» en el hombre, sino la «voz de algunos hombres en el hombre». Un «instinto» sociohistóricamente construido, en suma.
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