Desde mi perspectiva, el sueño moderno incluye el intervalo antes de dormir, ese estar acostado y despierto en la semioscuridad esperando de forma indefinida que llegue la deseada pérdida de la conciencia. Durante este tiempo suspendido, hay una recuperación de las capacidades perceptuales que están inhabilitadas o dejadas de lado durante el día. De modo involuntario, uno reclama cierta sensibilidad o capacidad de respuesta, tanto a las sensaciones internas como externas dentro de una duración no métrica. Uno escucha el ruido del tráfico, un perro ladrando, el zumbido de una máquina, las sirenas de la policía, el crujido de las tuberías o siente la contracción de las propias extremidades, el fluir de la sangre en la sien, y ve, con los ojos cerrados, las fluctuaciones granulares de la luminosidad retiniana. Uno sigue una sucesión de percepciones sin sentido, de focalizaciones y alertas cambiantes, así como una oleada de acontecimientos hipnagógicos. El sueño coincide con la metabolización de lo que se ingiere durante el día: drogas, alcohol, el detritus de la interacción con pantallas luminosas y, también, corrientes de ansiedad, temor, duda, deseo, fantasías de éxito o miedos al fracaso. Esta es la monotonía del sueño y del insomnio que se repite noche tras noche. Con su repetición y su evidencia es uno de los restos inexpugnables de lo cotidiano.
Una de las muchas razones por las que las culturas humanas han asociado durante mucho tiempo el sueño con la muerte es que ambos demuestran la continuidad del mundo en nuestra ausencia. Sin embargo, la ausencia temporal del durmiente contiene siempre un vínculo con el futuro, con la posibilidad de renovación y por lo tanto, de libertad. Es un intervalo en el que ciertos pantallazos de una vida no vivida o de una vida demorada bordean la conciencia. La esperanza de alcanzar, cada noche, ese estado insensible de sueño profundo es, al mismo tiempo, una anticipación de un despertar que tal vez contenga algo imprevisto. En Europa, después de 1815, durante varias décadas de contrarrevoluciones, reveses y descarrilamientos de toda esperanza, hubo artistas y poetas que intuyeron que el sueño era otra forma de tiempo histórico, y que su retirada y aparente pasividad también abarcaba el descontento y la inquietud acerca del devenir que resulta esencial para la emergencia de un futuro más justo e igualitario. Ahora, en el siglo XXI, la inquietud del sueño tiene una relación más problemática con el futuro. Ubicado en algún lugar de la frontera entre lo social y lo natural, el sueño asegura la presencia en el mundo de patrones cíclicos y periódicos que son esenciales para la vida y también incompatibles con el capitalismo. La persistencia anómala del sueño tiene que ser entendida en relación con la destrucción continua de los procesos que sustentan la existencia en el planeta. Como el capitalismo no puede autolimitarse, la idea de preservación y conservación es una imposibilidad estructural. En este contexto, la inercia restauradora del sueño contrarresta lo mortificante de toda acumulación, mercantilización y demás desperdicios que han devastado todo lo que alguna vez se compartía. Ahora hay, en realidad, solo un sueño que supera todos los demás: el de un mundo compartido, cuyo destino no sea terminal, un mundo sin multimillonarios, que tenga un futuro que no sea la barbarie o lo poshumano y en el que la historia pueda tomar otra forma que no sea la de las pesadillas reificadas de la catástrofe. Es posible que en muchos lugares distintos, en muchos estados diferentes, incluyendo la fantasía y el ensueño, imaginar un futuro sin capitalismo comience como el sueño de alguien que está durmiendo. Sería un indicio del sueño como una interrupción radical, como un rechazo al peso implacable de nuestro presente global; sería un indicio de que el sueño, en el nivel más mundano de la experiencia cotidiana, siempre puede trazar las líneas generales de lo que podría ser una regeneración o un comienzo más significativo.
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