Tzvetan Todorov (El espíritu de la ilustración)

No obstante, no es cierto que nuestras sociedades seculares estén desprovistas de sacralidad. Lo que sucede es que lo sagrado ya no se encuentra en los dogmas y en la reliquias, sino en los derechos de los seres humanos. Para nosotros es sagrada determinada libertad del individuo: su derecho a practicar (o no) la religión que prefiera, a criticar las instituciones y a buscar por sí mismo la verdad. Es sagrada la vida humana, y por eso los Estados ya no tienen derecho a atentar contra ella con la pena de muerte. Es sagrada la integridad física, y por eso se rechaza la tortura, incluso cuando la razón de Estado la recomienda, y se prohibe practicar la ablación del clítoris a niñas que todavía no disponen de voluntad autónoma.

Así pues, lo sagrado no está ausente ni del ámbito personal de una sociedad secular, ni del legal. En cuanto al ámbito público, no está ni dominado por algo sagrado, ni condenado al caos de opiniones contradictorias. Puede regularse mediante máximas que surgen del consenso general. Condorcet escribía: <<Lo que en cada época marca el verdadero término de la ilustración no es la razón particular de determinado hombre de genio, sino la razón común de los hombres ilustrados>>. No todas las opiniones tienen el mismo valor, y no debe confundirse la elocuencia del discurso con la exactitud de la reflexión. Se accede a la ilustración no confiando en la clarividencia de uno solo, sino reuniendo dos condiciones: de entrada, elegir a <<hombres ilustrados>>, es decir, a individuos bien informados y capaces de razonar; en segundo lugar, conseguir que busquen la <<razón común>> y que por lo tanto estén en condiciones de dialogar y argumentar. Pero es posible que antes de alcanzar este ideal de la ilustración nos quede mucho por delante.

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Hoy en día todos rechazamos determinadas formas de cientificismo, las que estuvieron gravemente involucradas en las aventuras totalitarias del siglo XX. Ya no predicamos que hay que eliminar a las razas inferiores o a las clases reaccionarias. Eso no quiere decir que las democracias contemporáneas estén libres de todo rastro de cientificismo. De ahí la tentación de confiar la elaboración de normas morales y de objetivos políticos a <<expertos>>, como si la definición del bien dependiera del conocimiento. O el proyecto <<sociobiológico>> de fusionar el conocimiento del hombre con el de la naturaleza y fundamentar tanto la moral como la política en las leyes de la física y de la biología. Podemos por tanto preguntarnos por qué los biólogos serían los más cualificados para ocupar puestos en los diversos comités de ética que han creado los países occidentales. Estos comités suelen estar formados por dos categorías de personas, las científicas y las religiosas, como si entre ambas no existiera instancia política alguna, autoridad moral alguna. Estas opciones implican una concepción monolítica del espacio social, concepción según la cual bastaría con disponer de información fidedigna para tomar las decisiones correctas. Pero la información en sí está lejos de ser homogénea, y no basta abordarla desde un enfoque exclusivamente cuantitativo. No es sólo que no nos volvamos más virtuoso por multiplicarla indefinidamente, como preveía ya Rousseau, sino también que ni siquiera nos hacemos más sabios. El vertiginoso avance de los medios de información ha puesto de manifiesto un nuevo peligro: demasiada información mata la información.

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La verdad no puede dictar el bien, pero tampoco puede estar sometida a él. Tanto el cientificismo como el moralismo son ajenos al verdadero espíritu de la Ilustración. Hay un tercer peligro: que la propia noción de verdad se considere no pertinente. En un estudio sobre la novela de 1984 de filósofo Leszek Kolakowski elogía a Orwell por haber sabido ver la importancia que adquiere en los regímenes totalitarios cuestionar la verdad. No se trata sólo de que los políticos recurran de vez en cuando a la mentira, cosa que hacen en todas partes. Se trata más bien de que la propia distinción entre verdad y mentira, entre verdad y ficción pasa a ser superflua ante las exigencias estrictamente pragmáticas de utilidad y de conveniencia. Por eso en este tipo de regímenes la ciencia ya no es invulnerable a los ataques ideológicos, y el concepto de información pierde se sentido. Se reescribe la historia en función de las necesidades del momento, pero también pueden negarse los descubrimientos de la biología y de la física si se juzgan inapropiados. <<Es el gran triunfo cognitivo del totalitarismo: ya no se le puede acusar de que mienta, porque ha conseguido abrogar la propia idea de verdad>>, concluye Leszek Kolakowski. En este caso quienes detentan el poder se libran definitivamente de la impertinente verdad.

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Desde muchos puntos de vista nuestro  tiempo ha pasado de ser el olvido de los fines y el de la sacralización de los medios. El ejemplo más claro de esta radicalización nos lo ofrece quizá el desarrollo de la ciencia. No se incentiva y se financia el trabajo científico porque sirva directa o indirectamente a finalidades específicamente humanas - la felicidad, la emancipación o la paz-, sino porque prueba el virtuosismo del estudio. Todo parece indicar que si algo es posible, debe convertirse en real. ¿Por qué si no ir a Marte? Y la economía sigue también este mismo principio: el desarrollo por el desarrollo y el crecimiento por el crecimiento. ¿Deben limitarse las instancias políticas a ratificar esta estrategia? Desde hace ya varias décadas ha tenido resultados discutibles en los países del Tercer Mundo, y desde hace unos años esas consecuencias se dejan sentir también en los países industrializados de Occidente. ¿Tenemos que aceptar el triunfo del capitalismo económico con todas sus consecuencias, las globalización y los desplazamientos, porque nos benefician o porque ésa es la tendencia enloquecida que se sigue en estos momentos?

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Si cualquier medio es bueno para imponer la unidad, la libertad está amenazada. Si los derechos del hombre son la única referencia incontestable en el ámbito público y se convierten en baremo de la ortodoxia de los discursos y de los actos, entramos en el ámbito de los <<políticamente correcto>> y del linchamiento mediático, versión democrática de la caza de brujas, una especie de demagogia virtuosa que tiene por efecto reprimir todo discurso que se desmarca. El chantaje moral como telón de fondo de todos los debates es nefasto para la vida democrática. Supone que el bien domina excesivamente sobre la verdad, y da de golpe apariencia de mentira a todo lo que se reclama a gritos producto del bien, y apariencia de verdad a todo lo que se opone al discurso dominante. Por eso en Francia avanza la tesis de la extrema derecha, que alardea de ser la única que se atreve a <<decir la verdad>>, cuando lo único que hace es afirmar lo contrario de lo políticamente correcto. Así adquiere derecho de ciudadanía lo que podríamos llamar <<políticamente abyecto>>.

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No debemos confundir el derecho con la moral, ni llevar ante el tribunal a los autores de discursos que no nos gustan. Según Beccaria: <<La labor de los jueces es hacer que se respeten no los sentimientos de los hombres, sino los muchos pactos que los unen>>. Por esta misma razón la justicia internacional no debe aspirar al papel de moral universal, sino apoyarse en pactos y contratos que existan realmente, como los que unen entre sí a los países miembros de la Unión Europea.

Antonio Valdecantos (El saldo del espíritu)

Toda crisis del capitalismo implica una perturbación de la relación entre el orden y la transgresión. Y lo peculiar de la presente crisis (que, repitámoslo, quizá sea la definitiva, pero no porque vaya a romper nada para siempre, sino porque con seguridad está llamada a perpetuarse) en los países occidentales prósperos es que surgió en un momento en que el equilibrio entre orden y transgresión se había vencido por el segundo lado. El capitalismo entre los siglos XX y XXI (eso que tanto llegó a celebrarse como un <<capitalismo cognitivo>> era escandalosamente revoltoso y solicitaba con toda franqueza una ideología de la transgresión, en la que la producción de bienes culturales desempeñaba la función principal.

Para este capitalismo lúdico, festivo y experimental, cualquier gasto en cultura era una inversión de las más rentables. Lo que Rafael Sánchez Ferlosio ponía en 1984 en boca del político progresista ("en cuanto oigo la palabra cultura extiendo un cheque en blanco al portador") no es ni muchísimo menos un chiste, y muy a menudo tenía que tomarse al pie de la letra. El ocio cultural proporcionaba el modelo de negocio económico, y este no podía de ningún modo permitirse el lujo de prescindir de aquel. Cuando se afirma con propósitos penitenciales que la crisis de 2008 fue el resultado de haber vivido por encima de nuestras posibilidades no se dice ninguna mentira. En efecto, el capitalismo de la transgresión se salió de madre y descuidó de manera insensata (por creerlo superfluo) un reequilibrio con el capitalismo disciplinario. La crisis se ha encargado de procurar tal reajuste, solo que con un violento vuelco. Lo más característico del momento presente consiste en un retorno lúgubre a la disciplina, y aun al ascetismo, en unas condiciones en las que la población no parecía preparada para ese sometimiento. A un carnaval que parecía que iba a durar siempre le ha seguido un tenebroso miércoles de ceniza, anunciador de una cuaresma interminable. A la producción y el consumo culturales no parece aguardarles un destino muy próspero en la larga fase de severo capitalismo disciplinario que apenas está en sus inicios. Podría tenerse la impresión de que la cultura servirá tan solo (aunque no sería poca sosa) como pasatiempo dominical o como honesto opio de las desmanteladas clases medias, y quizá como un rasgo de distinción que sustituya a otros, ya inasequibles. Pero se engañaría quien creyera que el capitalismo puede sobrevivir en Occidente con una faz exclusivamente disciplinaria. Están por inventarse todavía ( aunque lo harán, no quepa duda, y esto ocurrirá en la esfera cultural) los modos de transgresión que la interminable cuaresma venidera habrá de consentir, y aun de hacer necesario y obligatorio. El yo capitalista occidental tiene que transgredirse constantemente para seguir viviendo, esto es, para poder ser descrito, por los otros y pos sí mismo, como una muestra de vida. Lo que puede conjeturarse es un tanto siniestro, y quizás convenga empezar a hacerse cargo de que ya no veremos otra cosa: el yo del súbdito contemporáneo habrá de acostumbrarse a un ascetismo muy severo, pero deberá tomarlo como un juego y como una fiesta si quiere sobrevivir. O ese es, por lo menos, el único destino que en el momento presente puede avizorarse.

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La tercera clase corresponde a los consumidores culturales, un público compuesto de clientes a menudo muy exquisitos (aunque a veces vergonzantes o reticentes: la cultura no es, se dirá, un bien de consumo, sino un derecho), de proveedores de bienes culturales (de espectáculos públicos y de la lectura privada, más las consabidas mezclas) y también de <<beneficiarios>> de los correspondientes <<derechos>>. El consumidor cultural exquisito disfrutará mucho con la gratuidad de la cultura y se sentirá orgulloso, por ejemplo, de que no haya que pagar por la entrada a un espectáculo o evento para cuya recta intelección no sólo ha sido necesario un gasto ingente y continuo durante varios lustros, sino también la posesión de ciertos hábitos reñidos con el modo de vida popular. Tal consumidor estará dispuesto, de hecho, a gastar en cultura, aunque preferirá no hacerlo, y no por nada relacionado con la avaricia, sino porque la dispensación gratis le hará creer en la posibilidad de un consumo cultural universal. Debe señalarse que el consumo cultural no produce juicio y hasta puede que lo atrofie. Al producto cultural exquisito no se lo juzga: se lo convierte en objeto de oportuna mención y referencia, y con eso basta. Sería un novicio o un advenedizo quien tomara los objetos culturales como algo respecto de lo que cabe decir (salvo de manera jocosa y paródica) <<me gusta>> o <<no me gusta>>, <<es buena>> o <<es mala>>, <<merece la pena>> o <<es desechable>>. Lo apropiado será, mas bien, una glosa oblicua que señale ciertas propiedades del objeto poco aptas para ser advertidas por quien no esté iniciados en el juego del consumo cultural. Adjetivos a primera vista banales, como <<divertido>>, <<interesante>>, <<intrigante>>, <<fresco>> o <<rotundo>>, serán términos estimativos mucho más apropiados que los tradicionales. El primer supuesto del consumo cultural es que ningún producto de cultura está en condiciones de alterar gran cosa las creencias y prejuicios del consumidor (al revés: lo normal es que los confirme y les dé brillo), y el segundo que la cultura es lo más importante de la vida y hay que proclamarla constantemente como tal, en bloque y sin distingos. Una vez emitido el juicio de que lo que más importa es la cultura, ya no hay más pronunciamientos que hacer; este es el último y definitivo, y el que serviría de juicio final si el concepto de este último no contradijera del todo la idea misma de cultura, fundada en que nada es firme ni compromete a nada posterior.

Raffaele Simone (La Tercera Fase) Formas de saber que estamos perdiendo

LA SOCIEDAD DE LA TERCERA FASE

Si nos trasladamos al otro escenario, a la sociedad de las Tercera Fase, nos encontraremos con que han cambiado casi todos los parámetros vigentes en la sociedad tradicional para la creación y difusión de los conocimientos. Ante todo, el volumen de conocimientos en circulación es, como ya he dicho antes, infinitamente mayor. El difícil documentar este hecho con cifras y datos, pues los conocimientos (por una singular paradoja suya) no se dejan contar. Pero si consideramos el libro como un satisfactorio emblema material del conocimiento, tenemos un ejemplo elocuente: los libros que se publican actualmente en Europa en un solo año son tan numerosos como los que se publicaron en todo el siglo XVII. La misma consideración se podría hacer si tomásemos como emblema del conocimiento y de su acumulación al ordenador: la extraordinaria difusión de este instrumento representa con la máxima evidencia posible la importancia del conocimiento en la actualidad.

De este modo, se hace cada vez más numerosos los "bancos del conocimiento", es decir, los lugares físicos en los que se acumulan informaciones para poderlas encontrar cuando es necesario, con el resultado de dar por fin un carácter estable (por lo menos por la redundancia que se crea) al capital de conocimiento disponible. Para hacernos una idea de estos bancos, pensemos en los "santuarios" en los que actualmente se conserva el saber: archivos, bibliotecas, bancos de datos, etcétera. Internet, junto a una vocación comercial que llega a ser descartada, tiene una fuerte propensión a cumplir esta función: utilizar en cualquier momento (incluso cuando las bibliotecas físicas están cerradas o los periódicos están en huelga) y desde cualquier parte del planeta. 

La difusión de estos "santuarios" (ya se trate de aquellos materiales o físicos o de aquellos otros inmateriales propios de la telemática y la información) es tal, que en la actualidad la destrucción de la biblioteca de Alejandría ya no sería posible. Ya no hay solamente una biblioteca de Alejandría.

Los conocimientos que nos hacen falta ya no tienen que ser "conservados en la mente", sino que podemos dejarlos dormir en soportes externos y despertarlos sólo cuando los necesitamos. Lo esencial es que el banco de datos esté disponible, que su usuario sepa que existe y, sobre todo, que sea capaz de utilizarlo.

Además, el conocimiento se ha hecho mucho más controlable: las instancias de control de su calidad, la verificación de las fuentes, la exaltación del enfoque experimental, hacen que el saber de dudosa calidad tenga hoy en día una vida más difícil que en el pasado. En cierto sentido éste es el efecto benéfico de la difusión de esa actitud que podemos denominar en sentido lato científica: ante una información nueva se ha hecho ya natural preguntarse "¿de dónde viene?", y "¿cómo se ha conseguido?". Y si la actitud científica no es en absoluto universal, incluso en el Occidente que la ha elaborado y definido, no cabe duda de que prevalece sobre lo no-científico en la valoración de la mayoría de las personas cultas.

Pero la difusión del conocimiento todavía no ha llegado a producir todos los frutos: por ejemplo, no ha acabado con los conocimientos aproximativos y genéricos. De una buena parte de conocimientos sólo tenemos el record, una especie de "ficha" mental que contiene el "nombre" de la información y alguna nota genérica sobre ella. Pero a menudo no sabemos ir más allá de esto: ante muchos conocimientos genéricos, no somos capaces de valorarlos o controlarlos. Poseer el record de un determinado conocimiento no equivale en absoluto a disponer completamente de él.

Además de esto, los lugares de producción de los conocimientos se han reproducido y se reproducen ilimitadamente, hasta llegar a pulverizarse. Un emblema típico de este proceso lo constituye la multiplicación de páginas de Internet, de las cuales hasta el momento nadie parece tener la lista completa. Muchas de las cosas que sabemos o en las que creemos no proceden de lugares exactamente identificables, sino del mundo que nos rodea, de la cultura difusa. Esta pulverización es tan sutil que no sabríamos indicar las fuentes de muchas de las cosas que sabemos o decimos: las fuentes son demasiado numerosas y están ramificadas y combinadas entre ellas.

* Raffaele Simone (El monstruo amable) ¿El mundo se vuelve de derechas?
* Raffaele Simone (El Hada democrática) Cómo la democracia fracasa

E.M. Cioran (El libro de las quimeras)

La clave de la música de Bach: el anhelo de evadirse del tiempo. La humanidad no ha conocido otro genio que haya presentado con mayor pathos el drama de la caída en el tiempo y la nostalgia del paraíso perdido. Las evoluciones de su música dan una grandiosa sensación de ascensión en espiral hacia los cielos. Con Bach nos sentimos a las puertas del paraíso; nunca en él. La presión del tiempo y el sufrimiento del hombre caído en el tiempo amplifican la añoranza de mundos puros, pero no nos trasplantan a ellos. El pesar por el paraíso es tan esencial en esta música que uno se pregunta si Bach tuvo alguna ves otros recuerdos que no fueran los del paraíso. Una inmensa e irresistible llamada resuena proféticamente en ella y ¿cuál es el sentido de esa llamada sino sacarnos de este mundo? Con Bach nos elevamos dramáticamente hacia las alturas. Quien en el éxtasis de esta música no haya sentido lo transitorio de su condición natural y no haya vivido la serie de mundos posibles que se interponen entre el paraíso y nosotros, no entenderá por qué sus tonalidades están constituidas por besos de ángeles.

Lo transcendente tiene en Bach una función tan importante que todo cuanto les es dado vivir al hombre tiene sentido únicamente en relación con su condición en el más allá. No hay de natural en esta música trascendente porque no tolera nunca ni las apariencias ni el tiempo.

Bach nos invita a una cruzada para descubrir en el alma humana, más allá de las apariencias, el recuerdo de un mundo divino. ¿Pero acaso ha comprendido al hombre, acaso creyó que con tales emociones podría consolarlo? ¿No se dirige su llamamiento y su consuelo a un mundo de ángeles caídos a quienes la tentación astral del pecado quebró sus alas y los arrojó de allí aquí, donde las cosas nacen y mueren? Una tragedia angélica en toda la música de Bach. El exilio terrenal de los ángeles es su motivo y su sentido oculto. Por eso a Bach sólo podemos entenderlo cuando nos alejamos de nuestra condición humana, cuando vivimos en nuestro primer recuerdo. Acongojados por la caída en el tiempo. Bach sólo vio la eternidad. El pathos de esta visión consiste en representar el proceso de ascensión a la eternidad, y no la eternidad en sí misma. Una música en la que no somos eternos, sino que lo seremos. La eternidad es la ruptura completa del tiempo y la entrada no en otro orden de existencia, sino en un mundo sustancialmente diferente. A la visión cristiana de la discrepancia absoluta entre tiempo y eternidad, Bach le dio un perfil sonoro. La eternidad no es concebida como una infinidad de instantes (hay una eternidad en el tiempo, una totalidad inmanente del devenir), sino como un instante sin centro y sin límites. El paraíso es el instante absoluto, un ¡momento redondeado en sí mismo, en el que todo es actual. La tensión y el dinamismo de esta música vienen determinados por el hecho de tener nosotros que conquistar el paraíso; no queremos que se nos conceda. La intervención divina apenas juega un papel. Bach pide más bien a Dios que nos acoja, no que nos salve. El momento dramático tiene lugar a las puertas del paraíso, en el umbral de la eternidad. La cruzada por el paraíso alcanza aquí su punto culminante en el profundo cristianismo de Bach. La otra vía, la de la revuelta y la del abismo humano, imaginó una cruzada para manumitir al paraíso de la dominación divina...

¿Qué armonías oímos a las puertas del paraíso? ¿Qué es lo que puede oírse solamente allí? Si con Bach lloramos el paraíso, con Mozart estamos en el paraíso. Esta música es realmente paradisiaca. Sus armonías son un baile de luz en la eternidad. De Mozart podemos aprender lo que significa la gracia de la eternidad. Un mundo sin tiempo, sin dolor, sin pecado... Bach nos hablaba de la tragedia de los ángeles; Mozart de la melancolía de los ángeles. La melancolía angélica, tejida de serenidad y transparencia, juego de colores.

La evolución en espiral de la música de Bach indica, por ese mismo esquema, una insatisfacción con el mundo, con lo que se nos ha dado, una sed de conquistar una pureza perdida. La espiral no puede ser un esquema de la música paradisiaca porque el paraíso es el límite final de la ascensión; más arriba ya no es posible llegar. A lo sumo, hacia abajo, a la tierra. ¿Existirá también allí pesadumbre por la tierra? Pero eso es demoniaco.

El Mozart, la ondulación significa la apertura receptiva del alma al esplendor paradisiaco. La ondulación es la geometría del paraíso, como la espiral es la geometría de los mundos interpuestos, antre la tierra y el paraíso.

Luciano Canfora (La historia falsa)

EL CHIVO EXPIATORIO

El desafió consiste en tratar de entender el movimiento histórico, que continúa incesante bajo nuestros ojos. Las clases se han transformado profundamente, es claro que el obrero fabril del mundo industrializado no será el sujeto de la superación (si la hay) de las actuales relaciones de fuerza. Por otra parte, la polarización entre riqueza y miseria se ha profundizado y propagado por todo el planeta.

Eso no quita que el obrero empleado, que defiende justamente los derechos que ha conquistado en el curso de un siglo de luchas, sea hoy el blanco de una campaña hostil, maquillada en sus términos y chantajista en sus modos. Se le ordena que renuncie a sus conquistas, cuya obstinada defensa penalizaría (y ésta es la acusación paradójica) a las generaciones futuras. Aferrado a sus <<privilegios>>, a esos poco más de 1.000 euros mensuales que -en el mejor de los casos- gana y a las garantías sociales y estatutarias que ha obtenido, el obrero es presentado como el ciego egoísta que se desinteresa por el destino de las generaciones futuras.

Raras veces ha alcanzado estas cotas la desvergüenza de quien pretende, desde su torre de absoluto bienestar, dar una lección de ética y de política a los asalariados que se las arreglan para subsistir.

Esta gente impúdica señala, frente a las generaciones <<jóvenes>> de cuya suerte se declara preocupada, al obrero protegido como enemigo que les roba su futuro e impide su presente. La identificación del chivo expiatorio es un viejo truco. Aquí el chivo expiatorio hacia el que canalizar el descontento es el sindicato que defiende a los trabajadores estables. Lejos de reconocer que es la supremacía del beneficio -fundamento intocable y sagrado del sistema- la que arroja fuera del mercado de trabajo a generaciones enteras, se recurre a la hábil y chantajista denuncia del egoísmo (¡) de quien, por suerte, aún no ha sido expulsado y no se resigna a reducir el salario y a empeorar sus condiciones de trabajo para <<salvar el euro>>.

Se puede establecer un paralelismo clarificador. En tiempo, fue el nacionalsocialismo el que creó, con incesante repetitividad, el blanco falso: los judíos. Para explicar las desventuras y las miserias del pueblo alemán en la última fase de los quince años weimarianos, se encontró el chivo expiatorio: el judío <<tirano>>. Y la denuncia fue tan insistente que se convirtió en sentido común. La técnica del chivo expiatorio está ya probada. Nubla la vista. Decir que el sindicato (FIOM) que defiende a los ya ocupados es el enemigo de los jóvenes desempleados, equivale a señalar al <<ávido>> judío como causa de la pobreza de los proletarios alemanes. 

Si los banqueros y los magnates se resignasen a reducir sus beneficios, lo que quiere decir reducir el horario de trabajo a igual salario y aumentar los puestos de trabajo, el problema de los jóvenes estaría al menos encaminado a solucionarse. Pero ¿cuál es el dogma? Que el beneficio no se toca, es sagrado. Hace falta lanzar una campaña contra esta peligrosa caza al chivo expiatorio.

También en el caso del ataque al Estado del Bienestar, el presupuesto intocable es que el beneficio debe mantenerse intacto e incluso acrecentarse. El chantaje es el siguiente: si no se aceptan nuestras condiciones, condiciones, <<deslocalizamos>> (Polonia, Bosnia, Rumanía, etc., a vuestro gusto.

Es evidente que la reducción del horario de trabajo y el respeto a las conquistas sociales en el campo de las pensiones (sobre todo, para los trabajos más agotadores) crearía más puestos de trabajo: pero perjudicaría indudablemente los beneficios.

Frente a un escenario como éste se reacciona: a) con la fuga de los capitales, b) con inversiones en el extranjero, en países donde la esclavitud o la semiesclavitud están vigentes.

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